Aca lo pueden leer:
Tinku
Por Susana Vazquez
Eras un niño pacífico y sensible. “Demasiado sensible para ser varoncito”, algunas lenguas
entrometidas y viperinas comentaban a tus padres. Ellos ya no sabían qué hacer. Tras las
puertas de la casa, su actitud era de vergüenza. Dentro de ella, no te reprochaban nada. Te
amaban con todo su corazón, fueses como fueses.
Vivías en una comunidad en el Norte de Potosí. Desde bien pequeño se te había enseñado,
como marca la tradición, a pelear en el tinku. Primero, siendo testigo directo de las palizas
entre amigos y vecinos; y más tarde, ya joven, obligándote a salir al ruedo para demostrar a
todos que eras igual o incluso más varonil que el resto. Esto no te lo podían ahorrar tus padres.
La dignidad como miembro perteneciente a la comunidad era obligada.
Todo hay que decirlo: la lucha se te daba fatal. Ni un ápice de violencia corría por tus venas. En
cuánto te presentaban al contrincante y para disimular tu miedo, dirigías tu mirada cristalina y
meditabunda hacia el cielo. No soportabas mirar la ira y la rabia ante ti. Ni podías identificar esa
masa humana que quería devorarte como un simple trozo de carne, sin alma. Temblores
unidos a un sudor frío recorrían tu cuerpo; lentamente, desde el dedo gordo del pie hasta la
cabeza. Estabas vivo a tus 20 años, de milagro. Todos tus rivales acababan sucumbidos de
una mezcla de pavor y de compasión con tan sólo mirarte. O les dabas pena. Despertabas una
ternura única en tu comunidad. Sin embargo, la Pachamama quedada bien enfadada contigo
por no haberle derramado ni una gotita de sangre en tus combates.
Quién sabe, quizás fue la revancha de ella hacia ti, o tu karma. El caso es que al cumplir los
30, y de nuevo, para no faltar al honor familiar y comunitario, te enviaron a bailar tinku con una
fraternidad a los carnavales de Oruro, ni más ni menos.
El día de tu debut tus piernas temblaban. Habías estado ensayando los movimientos del baile-
lucha durante meses pero sentías que tu cuerpo iba a desfallecer de un momento a otro. De
repente, algo parecido a una pérfida trampa, varios hombres muy machos se plantaron ante ti.
La música calló. Querían pelea. El ambiente en las gradas se animaba más y más. El murmullo
del público, la expectación, la excitación bañada de litros de alcohol. Tu cabeza retumbaba. La
sangre te hervía.
Como un presagio, una intuición o, quizás, algo divino del universo, te empezaste a transformar
en el dragón negro de Amaru. Poco a poco, tu cara se moldeaba en serpiente, con cabeza de
llama y cola de pez. Escurridizo como el agua. La vida- los planes, la sangre derramada, la
sangre por derramar, el pasado de cada uno de los luchadores y de todo el universo- empezó a
desfilar en tus escamas. Fuego y rayos salían expulsados de tu lengua. Tus enemigos salieron
corriendo sin saber dónde dirigirse. El cielo se tiñó de negro. Y tú, Amaru vencedor, sonreíste
al fin, en el día de tu gloria.
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